Es desconcertante que en España esté prohibida la producción y la distribución cuando es posible poseer y consumir en el ámbito privado.
La política legislativa sobre el cannabis debería ser objeto de una profunda revisión, con la vista puesta en la salud y en el interés general, y nunca bajo la presión de organizaciones creadas hace años con el fin de combatir su uso. Es desconcertante que en España esté prohibida la producción y la distribución cuando es posible poseer y consumir en el ámbito privado. Nuestros tribunales nunca han calificado como delito el autoconsumo de cannabis al no verse afectado el bien jurídico protegido de la salud pública.
La ONU expresaba el designio de proteger la salud física de las personas y el de preservar su “salud moral”. Pero la “moral social” de la España de 2021 puede no coincidir con la de hace 60 años, cuando se celebró la Convención Única sobre Estupefacientes en Ginebra, y estamos convencidos además de que existen usos razonables, aparte del médico-científico, que están alejados de la toxicomanía.
De hecho, diversas comunidades autónomas ya han querido regular desde la aceptación de la realidad existente. Sin embargo, los guardianes de la moral española provocan que los tribunales suspendan las nuevas leyes autonómicas con la excusa de invadir competencias estatales.
Es pues necesario que el actual Gobierno de España, llamado de izquierdas, asuma la necesidad urgente de regular que reclama la sociedad. Un reclamo expresado también en su momento por el ahora vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, cuando dijo textualmente que “El mayor problema que genera el cannabis no es de salud pública, sino la delincuencia y la explotación asociadas al tráfico ilegal. Me parece más digno exportar marihuana y obtener ingresos para mejorar la sanidad y los servicios públicos que exportar armamento”.
Existen alternativas bien estudiadas a la prohibición. Mientras, cada día que pasa, bandas criminales con grandes negocios van cayendo sin haber cotizado un euro, siendo sustituidas por nuevas con mayor capacidad de adaptación para burlar las leyes y enriquecerse en el mercado negro. Por no hablar de los intentos de la sociedad civil de regular el acceso de forma honesta con organizaciones sin ánimo de lucro y totalmente transparentes, los CSC, que son frustrados y reprimidos en procesos judiciales por este afán de los prohibicionistas de acabar con el uso de la planta. ¿Acaso no son estos clubes colaboradores de la administración sanitaria que ayudan a la prevención de adicciones, promocionan un consumo responsable y dan una alternativa al mercado negro a través de un cultivo asociativo? Como dejaba bien claro el voto particular del magistrado Joaquín Giménez, en una sentencia del Alto Tribunal que condenaba a cinco miembros de un club social, allá por 2015: “Lo que persiguen este tipo de asociaciones es una alternativa al mercado negro de la adquisición del cáñamo a través del cultivo asociativo –variante del cultivo personal–, que ante la orfandad normativa en que se encuentra, precisa –insisto– una regulación precisa y clara que fije los límites que se estimen convenientes, cuestión que queda extramuros de la misión de esta Sala”.
Mientras en el plano internacional los vientos soplan a favor de la regulación, en España vemos como, dependiendo de la interpretación del juez de turno, se alternan las entradas en prisión con absoluciones para los responsables de los CSC intervenidos. Ante la injusticia tendremos que seguir insistiendo en la necesidad de una nueva política para el cannabis que acabe con tanto atropello y arbitrariedad.